Sombras del Sahara: Un viaje por las huellas perdidas de España – 6/10
Destino El Aaiún pasando por Tarfaya
Hoy por fin llegaríamos a El Aaiún, la actual Laayoune, el motivo principal que nos había llevado a esta aventura en moto por las tierras del desierto. Conoceríamos de primera mano todo aquello que durante tantos años habíamos estado escuchando sobre este emblemático lugar en los relatos familiares.
Como cada mañana, antes de ponernos en marcha lo primero era desayunar. El hotel La Belle Vue en Sidi Ifni está situado en alto, permitiéndonos disfrutar de vistas panorámicas espectaculares sobre la playa tanto desde las habitaciones como desde la terraza del restaurante.
Nos sentamos junto a la ventana para saborear el desayuno mientras admirábamos el paisaje.
Pero antes de partir, tocó realizar un pequeño mantenimiento a la moto de Miguel Ángel, cuya cadena andaba algo destensada provocando un ruido sospechoso con su traqueteo. Gabriel, que también se apaña con la mecánica, echó una mano y en un abrir y cerrar de ojos la tuvo lista para seguir rodando.
Aprovechando que ya habíamos acometido esa tarea de mantenimiento y que las motos iban bastante sucias, lo siguiente fue parar en un lavadero local de Sidi Ifni a echarles un agua y engrasar las cadenas. Aquí en Marruecos están acostumbrados a ofrecerte el servicio completo de lavado, sin maquinitas para echar monedas. Tú simplemente metes el vehículo y antes de que te des cuenta, el operario ya le está echando agua y luego coge su esponja para limpiarlo a fondo, sin opción de que tú mismo cojas la pistola a menos que insistas. Un servicio completo por solo 30 dirhams, unos 2,8€ al cambio.
Ahora sí, era el momento de comenzar la ruta del día. Salimos de Ifni y en seguida tomamos la N1, encontrándonos de nuevo con una carretera recién estrenada que se extendía ante nosotros durante cientos de kilómetros con muy poco tráfico.
Éramos los reyes de la vía, sin un solo bache, con unos carriles hermosos y sin semáforos, una carretera nacional que más bien parecía una autovía. Y a ambos lados, el secarral más absoluto, el paisaje desértico.
Llegamos a Tan-Tan sobre las 12:30. A la entrada nos daban la bienvenida dos enormes estatuas de camellos y el primer cartel donde aparecía ya la palabra Laayoune, la denominación actual de El Aaiún. En ese momento, comenzaron a conmoverse nuestros corazones. Era un símbolo inequívoco de que hoy por fin llegaríamos a la ciudad que tanto significaba.
Paramos, como no podía ser de otra manera, en la rotonda para inmortalizar ese momento y, a pesar de que el GPS nos recomendaba circunvalar Tan-Tan, como íbamos bien de tiempo decidimos atravesar la localidad y repostar combustible.
Aquí al menos no había tanto bullicio como habíamos encontrado en Agadir, quizás era temprano aún. Al salir, igual que al entrar, un control policial nos dio paso.
A partir de Tan-Tan, la N1 que hasta entonces habíamos seguido por el interior del país, volvía a desviarse hacia la costa atlántica. Un puente nuevo sobre un tramo de carretera antigua y estropeada nos dejó ver lo que, a simple vista, parecía la desembocadura de un río.
Ya habíamos entrado en la región llamada “El Aaiún – Saguia El Hamra”, aunque aún faltaban kilómetros para llegar a la frontera “imaginaria” que, según los mapas, separa Marruecos del Sahara Occidental. El cauce estaba seco si mirabas dirección a su cauce por lo que el agua en la desembocadura parecía más bien agua del mar.
Tras el puente, otro cartel nos indicaba los kilómetros restantes hasta Laayoune. Nuestro gozo subió a las nubes, con las emociones a flor de piel. Estaba siendo un recorrido realmente emotivo, pero era mediodía y el hambre empezaba a hacer mella.
Llegamos a Akhfennir y encontramos de nuevo en la vía principal varios establecimientos de pescado, carne, frutas y barbacoas humeantes. Pues allí mismo paramos. Frente a las motos había un local con piezas de cordero colgadas y, al lado, otro que ofrecía pescado fresco.
Siguiendo la tónica costera de nuestro viaje, pedimos un pescado a la brasa por cabeza que nos prepararían en la barbacoa. Mientras esperábamos, llegaron unos italianos en sus motos que viajaban también por libre y Miguel Ángel, para sorpresa nuestra al desconocer que hablara italiano, entabló conversación con ellos. Allí estuvimos un rato compartiendo experiencias de viaje hasta que llegó nuestra comida. Ellos llegarían también hasta El Aaiún, pero de ahí emprenderían el viaje de vuelta, no estaban dispuestos a adentrarse tanto en el desierto como nosotros.
Terminamos de comer, tomamos un té que siempre ayuda a ir espabilado sobre la moto, y carretera de nuevo.
Ya nos quedaba poco recorrido, pero antes haríamos una parada en Tarfaya, donde los españoles construyeron un puerto, un aeropuerto, un faro, un hospital y una escuela durante la época del Protectorado. Pongamos un poco de contexto histórico:
La verdadera importancia de la población de Tarfaya se debió al papel que desempeñó su aeropuerto como nudo de comunicaciones aéreas entre Canarias y la Península. Desde su creación en 1927, estuvo subordinado al aeropuerto de Villa Cisneros y abierto al tráfico nacional e internacional.
Esta base aérea se utilizó para el transporte del correo postal por todo el territorio del Sahara español.
Antoine de Saint-Exupéry, el autor de El Principito, en su juventud tras ser rechazado en la escuela naval, se hizo piloto cuando estaba cumpliendo el servicio militar en 1921 en Estrasburgo. No tardó en integrarse en la escuadrilla de pilotos que cubrían los tramos de “la Línea” que transportaba el correo entre Toulouse, Barcelona, Málaga, Tetuán, el Sahara español, hasta las antiguas colonias francesas en la actual Senegal. A finales de 1927 fue destinado como jefe de escala a Cabo Juby (Tarfaya), entonces bajo administración española, donde inició con cierta constancia su vocación literaria. Y es ahí donde Saint-Exupéry encontró la inspiración para algunas de sus obras más famosas, como El Principito.
Allí nos fotografiamos en la puerta de su museo y en el monumento a pie de playa que aún se conserva, aunque cada vez en peor estado, pues parece que para las autoridades locales el escritor no tiene mayor relevancia.
Desde la misma playa también divisamos, aunque por la hora no quisimos acercarnos más, el monumento de Casamar que, según cuentan, fue el que inspiró la citada obra de El Principito.
La historia de Casamar es que en 1879, la Compañía Británica de África del Noroeste ocupó y se apoderó de Tarfaya como parte de la Lucha por África, convirtiéndola en un centro de intercambio comercial para comerciar con Mohamed Bairouk y las caravanas procedentes de Tombuctú con destino a Wadi Noun. En 1882, Mackenzie construyó allí una fortaleza con el nombre de “Port Victoria”. El 26 de marzo de 1888, las tribus saharianas locales atacaron la fortaleza, provocando muertes y heridos entre los trabajadores. En 1895, tras el Tratado de Cabo Juby, la compañía abandonó su último fuerte y se lo dejó al sultán de Marruecos Moulay Abd al-Aziz, que acababa de suceder a su padre Hassan I. El gobierno británico reconoció entonces la soberanía marroquí sobre las tierras del Río Draa hasta Cabo Bojador en el Sahara Occidental. Para el año 1916, con la ocupación española de la zona, el edificio pasaría a ser conocido como “Casamar”.
También nos acercamos a ver el ferry ‘Assalama’ de la compañía canaria Armas, encallado en 2008 cerca de la playa de Tarfaya y abandonado desde entonces a su suerte, corroído por el óxido, recordando a un barco fantasma de película.
Un último empujón y de ahí conseguimos llegar por fin a El Aaiún siguiendo la N1, aunque antes pasaríamos por Tah, municipio marroquí en la región El Aaiún-Saguía el-Hamra. Desde 1916 hasta 1958 perteneció al territorio español de Cabo Juby y fue el paso de la Marcha Verde.
Tanto la entrada norte como la sur a Laayoune te dan la bienvenida con una construcción de arco impresionante que no te dejará indiferente. La del norte, cuando llegamos, estaba aún en construcción e inacabada. ¿Se imaginan la emoción al cruzar el arco y saber que ya estábamos en El Aaiún?
Pues lo primero que nos encontramos tras el arco fue, como no podía ser de otra manera, el típico control policial. Este sí nos hizo el alto para comprobar la documentación. Mientras uno de los guardias revisaba los pasaportes en la caseta del puesto de control, otro que se quedó con nosotros entabló conversación. Tras preguntarnos de dónde veníamos y hacia dónde íbamos, nos estuvo recomendando dónde comer y dormir en aquella zona. Realmente te sientes seguro en esos controles. Nos devolvieron los pasaportes y continuamos, ya veíamos a lo lejos el Río La Saguia del que tanto hablaba mi padre, y se divisaba con agua en su cauce.
Allí encontramos el antiguo cuartel de la Legión (Sidi Buya), un cuartel que mi padre nombraba con frecuencia, ya que quedaba al otro lado del río justo enfrente del cuartel de Artillería RAMIX 95 donde estuvo haciendo su servicio militar. La mayoría de estas construcciones están rehabilitadas y reutilizadas por los ejércitos y policías marroquíes, por lo que es altamente complicado grabar o tomar fotos, cuánto menos entrar para verlo por dentro, aunque eso no quitase que lo intentásemos. No obstante nuestras cámaras habían ensuciado las lentes kilómetros antes debido al viento y las corrientes de arena que serpenteaban la carretera durante el trayecto.
En el cuartel de la Legión, con un pórtico impresionante, pregunté a los militares de la puerta si podía hacerme una foto con la moto frente a la fachada principal que, como turista, me llamaba la atención. Ya conocéis la respuesta, ¿verdad? Pues eso, que el militar me indicó que al frente todas las fotos que quisiera pero que para la puerta del cuartel, ninguna. Lo entiendo y hay que respetar las normas, más que me pese. Soy consciente de que es una putada pero en España nos pasa igual, no te puedes plantar delante de la puerta de un cuartel con los militares apostados en la misma haciendo guardia y ponerte a echar fotos.
Al menos lo vi con mis propios ojos y eso ya para mí era mucho más de lo que esperaba. El siguiente punto marcado en el GPS era el cuartel de artillería RAMIX 95, para el que había que atravesar el Río La Saguia por el puente nuevo y adentrarnos en el casco antiguo de la ciudad. El río llevaba agua en su cauce.
Allí sí que estuvo mi padre todo su servicio tras la instrucción, aunque tras los deberes que había estado haciendo en los meses previos, sabía de sobra que también estaba en uso por la policía marroquí y mis esperanzas de grabarlo eran nulas del todo. En este caso me abstuve de preguntar a los policías, pero sí me deleité dándole la vuelta y pensando en cómo habrían sido los años de mili allí para mi padre allí metido. Estábamos en el casco viejo de El Aaiún, la zona que en los años de ocupación española se había construido.
El Aaiún hoy en día es mucho más. Marruecos ha invertido ingentes cantidades de dinero en él para intentar convertirlo en sede del próximo mundial de fútbol. La zona nueva de la ciudad, que no recorrimos, se ve en vídeos increíblemente impresionante, llena de enormes plazas, preciosos jardines, decenas de campos de fútbol e incluso piscinas olímpicas.
En cualquier caso, nuestro itinerario no se saldría de la zona antigua. Lo siguiente, muy cerca del cuartel, era la Iglesia de San Francisco de Asís que aún se conserva y da servicio de misas. Enfrente de ella había también un puesto de guardia y a los dos policías que estaban allí les preguntamos si podíamos echarnos unas fotos. No pusieron problemas, es más, ellos mismos sacaron el tema de otras ubicaciones por si queríamos encontrarlas.
“¿Queréis conocer la primera casa que se construyó aquí?”, nos dijeron. ¡Ostras! Lo tenía en mi lista de sitios para ver pero no había conseguido su ubicación. El guardia nos indicó la ubicación exacta, así como la del cine Las Dunas de aquella época también, pero que a pesar de las indicaciones no conseguimos encontrar.
Aunque estaba atardeciendo quedaban aún algunas horas de luz. Ya lo habíamos visto todo en El Aaiún y teníamos que decidir dónde dormiríamos, no había nada planeado. Hicimos cálculos y llegar a la playa, unos 20 kms, donde se encuentra el cuartel de Instrucción BIR Nº1 nos llevaría poco tiempo. Aunque esa visita la dejaríamos para el día siguiente, vimos oportuno aprovechar lo que quedaba de luz para llegar allí, además allí se encontraba el hotel que el policía del control al entrar a El Aaiún nos había recomendado. Aunque en nuestro mapa llevábamos el Hotel Josefina, de la época española también, justo a pie de playa con vistas al Atlántico y nombrado cientos de veces en todas las crónicas.
Así que allí tiramos. La carretera desde El Aaiún hasta la playa de El Marsa nos dejó impresionados. Esa zona desértica estaba llena de dunas de fina arena. Además, siendo el atardecer con el sol muy bajo, se dibujaban perfectamente los contornos de las dunas. Dunas cuyas lenguas de arena por tramos se adentraban en el asfalto haciéndonos serpentear para esquivarlas. A izquierda y derecha durante algunos kilómetros se dibujaban las dunas y, cuando éstas eran bajas, te dejaban ver las del otro lado del río La Saguia, otro montón de dunas aún más altas y extensas.
Durante este recorrido, me venía a la mente una y otra vez las historias de mi padre sobre el desierto, el calor, las escaramuzas de los saharauis… Mis pensamientos fluctuaban entre el paisaje y cincuenta años atrás. Era como leer un libro en diferido.
Estoy convencido de que, de los tres, sólo yo podía sentir esas sensaciones evocadoras, pero me reconfortaba llevarlos conmigo porque entendían tanto mi cara de felicidad como la de frustración que os contaré en el siguiente capítulo.
Llegamos a El Marsa y directamente a la playa donde se ubicaba el hotel Josefina y, al llegar a su puerta, nos dimos de bruces con un muro de hormigón de más de cinco metros de altura y con alambrada que recorría gran parte de la playa, levantado a unos 20 metros de la entrada del hotel. Menuda desilusión y qué putada para el establecimiento. Los marroquíes están invirtiendo y transformando ese puerto. El hotel Josefina, también de la época española, no me cabe duda de que tiene los días contados. La estampa del mar, uno de sus mayores atractivos, la ha perdido por completo. Es su ruina. No echamos fotos dada la frustración así que aquí va una de internet.
Optamos por el hotel que nos había aconsejado el policía, que estaba muy bien ubicado. Tuvimos una muy buena atención y, como en el resto de alojamientos, un precio razonable aunque no tan barato como en años anteriores. Al final, el progreso va llegando a todos los países.
Tras las duchas, una cena en un restaurante cercano al hotel y la planificación del día siguiente, a dormir.
Por cierto, este día, a parte de celebrar haber cumplido un sueño, también celebrábamos el cumpleaños de Miguel Ángel. Igual no se le notaba en la cara porque ya llevábamos varios días de viaje y el cansancio empezaba a hacer mella pero no me cabe duda que el regalazo de cumpleaños del viaje lo estaba gozando. Lo celebramos con una botellita de vino que con mucho cuidado y tras pedir permiso, descorchamos allí mismo.
La emoción de finalmente haber llegado a El Aaiún era difícil de describir. Tantos años escuchando los relatos de mi padre sobre este rincón del desierto y del Sahara Occidental. Por fin había podido respirar su aire, pisar sus calles, ver con mis propios ojos los lugares que tanto significaban para él. Aunque algunos ya hayan desaparecido o estén en ruinas, la conexión con esa historia pasada se había materializado. Mañana continuaríamos explorando los últimos vestigios antes de emprender camino de vuelta. Pero esta noche, dormiría con la satisfacción del deber cumplido.
Continúa la historia en el siguiente capítulo…
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