Marruecos 2023 – De Azrou a Merzouga
Meses atrás el día de hoy nos estuvo dando bastantes quebraderos de cabeza. ¿Qué haríamos? ¿Llegábamos a toda castaña a Merzouga para que nos diera tiempo a ir al campamento del desierto y ver el atardecer desde lo alto de la duna, que es lo que hicimos en el 2019, o nos tomamos el día con más calma, dormimos en Merzouga y al día siguiente hacemos el paseo por del desierto?
Al menos Gabriel y yo, que ya habíamos pasado por ahí, lo teníamos claro. Si algo nos faltó en 2019 era hacer este trayecto sin prisas, a un ritmo más calmado que nos permitiera disfrutar del paisaje y de sus gentes. Aun así, el equipo no éramos nosotros dos solos y, aunque el resto se fiaba de nuestro criterio, hubo que ir preguntando y tomando decisiones.
Finalmente, todo estuvo claro y reservamos hotel en Merzouga para esa noche, llegaríamos sin prisa y al día siguiente iríamos al desierto por la tarde.
Madrugamos para aprovechar el día. Desayunamos y con todo listo nos preparamos para salir de ruta.
En la misma puerta del hotel vemos la moto de Joaquín empezar a chorrear gasolina.
– ¡Ostia Joaquín, que la moto te está tirando la gasolina!
– Joaquín: Nada nada, tranquilos, que la moto es así, que en frío siempre tira un chorro de gasolina.
Atónitos nos quedamos ante la calma de Joaquín y la seguridad con la que transmitía el mensaje.
– Pero muchacho ¿no ves que te la está tirando toda, que eso no deja de chorrear como si se te hubiera soltado algún manguito?
– Joaquín: Pacieeeeeencia, ya veréis como en dos segundos deja de tirar. Es la “meadita” de primera hora de la mañana.
¡Con dos cojones! A los pocos segundos dejaba de tirar gasolina y ya no volvió a hacerlo hasta la mañana siguiente, y la otra, y la otra, y la otra, pero eso no impidió que la moto siguiera rodando todos los días como las demás. Joaquín nos explicó que tras la última revisión a fondo que le hizo tuvo que dejarse algún retén o algo así entendí, regulero y que, en frío, hasta que no dilataba, perdía por ahí la gasolina. Vamos, un problema menor sin importancia que ya revisaría a la vuelta.
El bosque de Cedros
La primera parada de hoy la haríamos a escasos siete kilómetros del hotel para contemplar el bosque de Cedros.
El bosque de Cedros es una reserva natural que se extiende por aproximadamente 53,000 hectáreas. El cedro del Atlas es un árbol imponente que puede alcanzar alturas de hasta 40 metros además tienen una gran importancia cultural en Marruecos y se consideran un símbolo nacional.
Dentro del bosque de cedros, se encuentra una atracción turística muy popular conocida como “el bosque de los monos“. Este lugar es hogar de una población de monos de Berbería, una especie de primate endémica del norte de África. Y era justo ahí dónde nos dirigíamos para contemplar a estos primates.
Andrea, curtida en viajes, había estado en la india y en Indonesia con su pareja de mochileros, y habían visitado algunos sitios dónde también abundaban este tipo de monos a los que le tenía un pánico atroz porque ya había soportado en sus carnes la fama de mangantes y chorizos a la vez que “macarras” que llegan a ser.
Estos primates cuyas poblaciones abundan en zonas turísticas se han acostumbrado a que el ser humano se acerque a ellos a darles de comer por lo que nada más hacen verte y te acorralan en manada cual mendigos palma de la mano hacia arriba para que les des algo pero en algunos lugares han evolucionado hasta un nivel de macarrismo que directamente no piden, vamos que se han convertido en mangantes profesionales y hay que andarse con mil ojos porque te abordan y, como te dejes algo suelto a su alcance, te lo cogen y salen echando leches en el mejor de los casos, en el peor como intentes recuperar lo robado antes de que salgan escopeteados igual hasta se te encaran. ¡Mucho ojo con eso!
Andrea ya se imaginaba que eso también ocurriría allí así que intentamos que la parada para verlos fuera lo más breve posible.
En el poco tiempo que duró dio tiempo a que un buscavidas me sacara la “propina” de lo menos 3€ por un plátano para dar de comer a uno de los monos que sólo hacía tirarme del pantalón para que le diera más plátano. También vimos como otro mono de gran tamaño se le subió al capó del coche de un turista con la intención de sacarle algo a este. El turista, haciendo aspavientos con las manos, no conseguía que el mono se le bajase del coche y cuando lo consiguió, el mono de los cojones pegó un bote a mala leche sobre el capó que si no se lo bolló fue de milagro.
Cruzando el Medio Atlas hacia el sur
Nuestro siguiente tramo nos llevaría a atravesar el Medio Atlas por la N13 pasando de la zona frondosa de vegetación del bosque de Cedros a la zona desértica atravesando, más adelante, el Valle del Ziz.
Estábamos trazando curva tras curva el Parque Nacional de Khenifra, a unos 2.000 metros de altura, cuando al pasar una de ellas nos encontramos a lo lejos los picos nevados del Alto Atlas lo que fue una estampa para nuestro deleite. Algunas curvas más adelante, siguiendo nuestra mirada hacia aquellas cumbres nevadas, nos encontramos un recoveco donde parar las motos a echar unas fotos. De golpe, y como suele ocurrir en Marruecos, nos apareció un chavalín curioseando, señalándonos un rellano mejor enfrente para aparcarlas, coincidiendo donde estaba su madre con una gallina atada a una piedra junto a una cesta de huevos frescos, supuestamente, de la misma gallina y que, obviamente aprovecharía para intentar vendernos algunos y, de no conseguirlo, al menos por sacarnos algunos dinares por posar en nuestras fotos. También hay que decir que en pro de conseguir la propina el chavalín se esforzó mucho en ayudarnos a colocar las motos e incluso a calzar alguna pata de cabra con alguna piedra dado lo irregular del terreno.
Al final son gente de las montañas, aislados de la ciudad, con muy pocos recursos y se han acostumbrado a que seamos los turistas quienes a base de propinas mantengamos su escaso nivel de vida. Por otra parte, los turistas también tenemos parte de culpa por hacernos partícipes de esta aberración de querer llevarnos la foto fácil a cambio de una propina que para nosotros es insignificante pero que la convierten en su sustento en vez de buscar otra forma más eficiente de mantenerse. Además, llevaban casi tres años las fronteras cerradas por lo que entiendo que estas “ayudas” de los turistas había dejado la economía de estas pobres gentes en la miseria pura.
Ya habíamos empezado el descenso y el paisaje empezaba a tornarse marrón desértico mientras los picos del Alto Atlas nevados a lo lejos seguirían acompañándonos durante unos cuántos kilómetros más.
¿Almorzamos algo?
Llegamos sobre las once de la mañana al pueblo de Zaida donde se empezaban a ver algunos establecimientos abiertos, aunque, al contrario de lo que vivimos en 2019, al ser Ramadán no tenían las famosas barbacoas que montan por toda la zona a pie de calle con el cordero haciéndose a fuego lento. Quizás eso fue algo que eché de menos en esta segunda incursión al país vecino. La primera vez entrabas a cualquier pueblo y veías en cada puesto a pie de calle las humeantes barbacoas con los corderos colgados en lo alto de ellas churrascándose sin prisa, mientras el olor a brasa y cordero impregnaba el aire de cada pueblo por el que pasabas.
En esta ocasión no había brasas y los comercios a esas horas de la mañana abrían tímidamente. Paramos en la calle principal a comprar agua. Había algunos puestos de fruta abiertos y junto a ellos algunas pickups con una especie de jaula dónde llevaban corderos vivos. Compramos fresas, naranjas y alguna fruta más que no recuerdo.
Íbamos a comernos la fruta para reponer líquidos ahí mismo, pero, una vez más, pensamos que dado que ellos seguirían en ayunas hasta la noche no era justo ponernos a comer en sus narices por lo que decidimos salir del pueblo para, más adelante, parar en alguna zona más aislada y dar cuenta de la fruta.
Como aquello ya era zona árida, sin árboles dónde cobijarse, no hubo otra que parar junto a un enorme cartel a orillas de la carretera cuya sombra nos fue suficiente para almorzar bajo ella.
He de decir que la fruta estaba especialmente buena y nos sirvió de sobra para reponer líquidos y continuar el viaje. Seguíamos llevando reservas de comida de sobra en nuestras maletas por lo que también tomamos algunos frutos secos para acompañar las frutas. Vamos, que hambre no íbamos a pasar.
Pasado Zebzat atravesamos un tramo espectacular, aunque, por desgracia, según se mire obviamente, estaba en obras reparando el asfalto y convirtiendo una nacional en, imagino, una autovía. Entre el Tizi n Tighoumte y el Tizi n Talrhemt se asciende a la montaña por una sinuosa carretera en la que se suceden los miradores. A la derecha la roca viva y pelada, a la izquierda el acantilado dominando la infinita llanura desértica. Tras una curva encontramos un mirador con buena zona para aparcar las motos que aprovechamos para contemplar la estampa tan impresionante que ofrecía la orografía.
Buscando dónde comer
Durante la organización del viaje dejamos atados muchos cabos, sobre todo las cenas, porque nuestra intención precisamente era no tener que depender de horarios durante el día que nos condicionasen los trayectos.
Decidimos que las comidas las haríamos sobre la marcha, cómo y dónde pudiéramos. Era una forma de no agobiarnos con las rutas diarias, los horarios, ni los imprevistos que pudieran ocurrirnos. Además, las provisiones que llevábamos en las motos por si acaso, nos daban margen por si teníamos dificultades para encontrar donde comer.
Nos acercábamos al medio día y los estómagos iban teniendo hambre. Hasta la ciudad grande más cercana desde el mirador podían quedarnos dos horas al ritmo que llevábamos por lo que era hora de pensar en el plan B para comer. Pasamos un par de pueblos pequeños dónde no había nada y en uno de ellos apenas encontramos unos puestos dónde paramos a ver si, al menos, tenían pan. A esa hora no les quedaba nada, ni pan. Sólo uno de los puestos pudo vendernos un pan con lo que no tendríamos para todos. Y antes de salir pitando otro de los tenderos se apiadó de nosotros y nos vendió otro pan que tenía guardado, seguramente, para su comida. Aún necesitábamos bebidas que allí no había.
Curiosamente por la zona nos íbamos encontrando algunos puntos de guardia militares. Luego nos confirmaron que abundaban por la zona dada la cercanía con Mauritania, país con el que Marruecos se mantienen ciertas tensiones.
Recorríamos la carretera a la vera del río Ziz que debería llevarnos al valle del mismo nombre con su oasis de palmerales.
Seguimos avanzando con la esperanza de encontrar donde comprar alguna bebida y alguna zona con sombra donde parar y comer algo de lo que llevábamos encima cuando, casi por casualidad, nos percatamos de un pequeño restaurante a orillas de la carretera, solitario, sin un alma, y decimos parar a preguntar.
Abdul, sentado en la terraza de este, veía el pasar de las horas con esa calma tan característica de los marroquíes. Total, con la que estaba cayendo de calor, la hora, el Ramadán y que aún no era temporada de turistas ¿quién iba a parar a comer allí?
Abdul que vio la esperanza de tener unos comensales a esa hora al vernos llegar nos atendió con esa amabilidad y predisposición que nos ofrecieron durante todo el viaje casi todas las personas con las que interactuamos.
Para su desgracia, en la cocina apenas tenía al fuego un par de tajines con los que no podría darnos de comer a todos. Con cara compungida nos indicó insistentemente a Gabriel y a mí, que ya habíamos entrado al local, que pasáramos a la cocina. No sabíamos muy bien con qué intención, pero tanto insistió que tuvimos que entrar a lo que nos mostró la cocina y al fuego nos destapó los dos tajines. Nos pidió disculpas, era Ramadán y la cocinera estaba descansando y no daba tiempo a cocinar más tajines, pero nos dijo que podía prepararnos algunas tortillas y algunas ensaladas, zumos recién exprimidos y ponernos algunas olivas, pensando el hombre que ni con esas saciaría nuestros estómagos.
Nosotros, sin embargo, vimos los cielos abiertos. Una terraza, sombra, bebidas frías, comida caliente y la predisposición y amabilidad indiscutibles por darnos servicio. Nos había resuelto la vida y no dudamos en quedarnos a comer y hacerle gasto. Para más inri, mientras su ayudante preparaba las cosas el tío salió con su coche y volvió a los cinco minutos con una bolsa llena de panes recién hechos que nos dijo había comprado a una amiga suya que vivía cerca y que los hacía en su horno casero.
Yo lo siento mucho por los que opinan y piensan llenos de prejuicios lo que es Marruecos. Puedo asegurar que todo está muy alejado de esa realidad.
Abdul nos estuvo acompañando durante toda la comida, aguantando su ayuno mientras nos poníamos finos a comer, contándonos sobre su vida en el país, sobre su mujer e hija pequeña con problemas de salud que, en el país, la sanidad pública no cubría y que habían tenido que emigrar para poder tratar a la hija y que no muriera mientras él, con mucho esfuerzo, intentaba sacar algo de aquel restaurante con lo que pagar las deudas.
Nos habló de política, de religión y la forma en que cada uno la practica. Nos habló de sentimientos. Nos sentimos muy identificados. No hay tanta diferencia entre culturas cuándo hablamos de sentimientos, de problemas reales, del día a día, de las preocupaciones que tenemos como padres respecto a sacar a nuestros hijos adelante. En definitiva, gente con su fe y sus costumbres, pero con los mismos problemas que cualquiera de nosotros y con una amabilidad que te tratan que te parten todos los esquemas y prejuicios con los que la mayoría llegamos a un país de estos.
Valle del Ziz
Tras el té nos pusimos de nuevo en marcha llevándonos un agradable recuerdo del lugar. Hasta Er-Rachidia seguimos circulando a la vera del río Ziz que, en ese tramo, forma un cañón zigzagueante, desértico y pedregoso. En esta ocasión el río iba más seco que la mojama. Si vas en temporada de deshielo lo puedes ver con abundante agua.
Pasado Er-Rachidia el paisaje cambia ligeramente dónde diseminados palmerales se van sucediendo entre tramos de desierto pedregoso. Seguimos en el entorno del río Ziz en cuyo valle se asienta uno de los palmerales más famosos del país.
Precisamente llegando al palmeral te encuentras una gran explanada y un chiringuito, mirador incluido, donde parar a echar fotos desde lo alto del palmeral y donde comprar algo de bebida, snacks o suvenires. El típico chiringuito que se forra a costa del turista y lugar obligatorio de parada de todos los autobuses repletos de turistas ávidos de fotos, y de estos pobres moteros, como no.
La temperatura había subido desde que salimos por la mañana, el calor apretaba y aprovechamos esta parada para reponer más líquidos mientras echábamos las fotos pertinentes del palmeral.
Ya sólo nos quedaban unos cien kilómetros aproximadamente para llegar a Merzouga que recorreríamos a una velocidad más lenta. Tras el mirador continuamos dirección sur, a pocos kilómetros del mirador la carretera desciende por el cañón del río Ziz hasta la altura de los palmerales y vas rodando junto a las construcciones que aún albergan gentes construidas de adobe y piedra. Algunas en muy mal estado pero que dan al espectador esa visión de un Marruecos ancestral.
Algo que nos resultó tristemente decepcionante en este tramo es que nos encontramos muchas de estas palmeras con los troncos quemados y, curiosamente, la copa verde. La sensación es que habían sufrido algún incendio reciente, pero nos chocaba que sobre esos troncos ennegrecidos se erigiesen las hojas de sus copas en perfecto estado dando signos de que el supuesto incendio no las había destruido por completo. Pensamos, pero sin certeza alguna, que quizás pudieran haberles aplicado algún tratamiento de choque contra el escarabajo Picudo Rojo cuya plaga se ha extendido por el mundo entero y destruye palmeras a la velocidad de la luz.
Merzouga
Con el sol a nuestras espaldas iluminando las dunas de Erg Chebbi, que se hacían cada vez más grandes frente a nuestros ojos, llegamos a Merzouga sobre las siete de la tarde aproximadamente, aunque unos kilómetros antes paramos para dar fe de que nuestras motos y estos moteros habíamos conseguido llegar al tan esperado desierto.
Solo nos encontramos una pequeña dificultad y es que el del hotel, a última hora, nos había cambiado a otro hotel unos kilómetros más adelante del contratado porque, según él, tenía problemas con la caldera de agua caliente del mismo.
Cuando conseguimos dar con el hotel al que nos había remitido pensamos que muy probablemente, dado que había cuatro gatos alojados, prefirió agruparnos en este último a nosotros, junto con apenas dos o tres parejas más de turistas en vez de abrir un hotel sólo para nosotros. Aún quedaban unos días para recibir la avalancha de turistas que en Semana Santa disfrutarían del entorno y eso nos dio la ventaja de disponer de casi todas las instalaciones dónde fuimos en todo el viaje prácticamente para nosotros solos.
No obstante, el cambio fue todo un acierto porque este hotel a los pies del desierto estaba mucho mejor que el contratado inicialmente, tal y como nos dimos cuenta el día después.
Ya de noche y una vez alojados cada uno en nuestras respectivas habitaciones, habiendo llamado a casa para dar parte del día y de que estábamos bien, duchados y con ropa más cómoda cenamos en el salón dónde aprovechamos para abrir otra de las botellas de vino que llevábamos en nuestros armarios-despensas para brindar por el excelente día que habíamos tenido.
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