Del Desierto de Gorafe al Cañón del Zumeta: Un Viaje Inolvidable

Del Desierto de Gorafe al Cañón del Zumeta: Un Viaje Inolvidable

Último fin de semana de mayo. Temperaturas suaves, cielos despejados y luz suficiente para lanzarnos a por una ruta que, meses atrás, se nos había quedado a medias. Entonces, la niebla nos negó las vistas desde el Ojo de la Heredad en Zújar y el desierto de Gorafe apenas nos mostró su silueta entre sombras. Teníamos una espina clavada… y esta vez queríamos quitárnosla bien.

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Con ese objetivo trazamos un recorrido ambicioso, aprovechando que los días ya estiran lo suficiente como para enlazar paisajes tan distintos como un desierto de arcilla roja, bosques insólitos y valles profundos. Sabíamos que no iba a ser un paseo. Pero también sabíamos que, con buen ritmo y sin demasiadas paradas intermedias, podíamos hacerlo del tirón.

Si esta introducción te ha dejado con ganas de más, sigue leyendo: aquí va la crónica al detalle.

Inicio de ruta: directo al desierto

El tiempo apretaba, así que desde nuestro punto de encuentro habitual salimos por autovía rumbo a Gorafe. Sin rodeos. Solo hicimos una parada técnica en Venta Quemada para desayunar como Dios manda: bocatas generosos, cerveza fría… y combustible emocional para lo que vendría después.

Nuestro primer destino era el desierto. En la visita anterior llegamos hasta el Puntal de Don Diego, una pista sencilla con buenas vistas. Esta vez decidimos explorar algo nuevo: al llegar al mismo acceso, giramos a la derecha, por otra pista que se adentra poco a poco en el terreno árido. El firme, bastante bueno gracias a las fincas cercanas, nos permitió avanzar hasta un tramo cementado que da paso al corazón del desierto. Más allá, el terreno se complicaba con roderas profundas que no queríamos arriesgar con nuestras monturas. Así que hasta donde fue razonable, nos metimos.

La recompensa fue clara: buena visibilidad, silencio absoluto y ese paisaje tan peculiar del sur de España que parece sacado de otro planeta. Esta vez, sin niebla, pudimos por fin disfrutar del desierto de Gorafe como se merece.

Megalitos, curvas y un valle escondido

Volvimos sobre nuestros pasos cruzando el parque megalítico, salpicado de dólmenes y estructuras funerarias milenarias. Aunque no era el foco del día, merece la pena parar a observar cómo el tiempo ha dejado su huella en ese rincón.

Desde allí, decidimos visitar el pueblo de Gorafe, que en la ruta anterior habíamos ignorado. El acceso serpentea entre montañas, y el descenso por curvas encajadas en el valle fue una delicia. El pueblo en sí no tiene demasiado que ver, y a la hora que llegamos el calor ya se hacía notar, así que tomamos un refresco y seguimos adelante.

El Ojo de la Heredad y vistas al Negratín

Zújar nos esperaba como siguiente parada. Tocaba subir al Ojo de la Heredad, ese arco natural que se asoma al embalse del Negratín. En la última visita lo encontramos envuelto en niebla, pero esta vez el cielo estaba limpio y el camino —una pista ancha que rodea el Cerro Jabalcón— nos permitió disfrutarlo a buen ritmo.

Arriba, la vista al embalse se extendía hasta perderse. Hito tachado.

Y justo a tiempo, porque el hambre ya nos hablaba. Teníamos claro dónde parar: el restaurante Los Chaparros, en el mismo sitio donde habíamos dormido en otra ocasión. Menú del día, trato excelente, comida abundante y precio comedido. Todo como lo recordábamos.

Secuoyas gigantes y cielos que amenazan

Después de comer, propuse una parada que llevaba tiempo queriendo hacer: las secuoyas de la Sierra de la Sagra. Un lugar tan poco habitual que cuesta creer que esos gigantes vivan ahí, en pleno sur peninsular. El entorno está bien cuidado, y si te gustan los contrastes, este es uno de los buenos.

Pero mientras paseábamos entre los árboles, el cielo comenzó a torcerse. Una nube negra, baja y cargada, nos recordaba que a veces la previsión meteorológica es solo una sugerencia. En una rápida parada bajo un refugio, Pedro miró el horizonte despejado y lo tuvo claro:

—Salimos ya, o nos pilla.

Y salimos. A fondo. En fila. Y por los pelos, esquivamos la granizada que parecía perseguirnos.

Del asfalto a la garganta del Zumeta

Los siguientes kilómetros nos llevaron a Santiago de la Espada, puerta de entrada al tramo más esperado: el cañón del río Zumeta.

Circulando hacia el norte, la carretera se adentra en una garganta profunda, flanqueada por paredes verticales, túneles horadados en la roca y una vegetación exuberante que te arropa por completo. El río Zumeta, muchas veces invisible entre la espesura, se deja intuir por el murmullo del agua y el frescor que emana.

Aquí sí que conviene parar. Hay pocos miradores, pero los que hay merecen cada segundo de contemplación. En Las Juntas de Miller, donde el Zumeta se une al Segura, hicimos la última parada oficial del día.

Habíamos pasado, en solo unas horas, del desierto ocre a la selva templada de la Sierra del Segura. Un viaje de contrastes que te reconcilia con la idea de ruta completa.

Regreso y conclusión

El reloj ya nos apretaba, así que desde Las Juntas trazamos el regreso más directo posible: Yeste, Letur, Férez, Socovos… y autovía hasta casa. Aun nos dio tiempo a realizar una merienda-cena algo rápida en Socovos para aguantar el último tramo.

La jornada terminó de noche, con cerca de 700 kilómetros en el cuerpo. Pero también con esa sensación que solo un día así puede darte: la certeza de haber vivido algo grande.

Porque montar en moto no es solo moverse.
Es vivir. Y si encima lo haces rodeado de paisajes que parecen cambiar de país en cada curva… entonces ya, ni te cuento.

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