Las Alpujarras almerienses
A principios de octubre tras un verano abrasador que parecía interminable, deseábamos que llegase el otoño y las temperaturas se suavizasen. Esta era la época ideal para recorrer en moto por el sur de España aunque, al medio día, aún rondábamos los 30º – una locura – el resto del día el clima se mostró más clemente.
Ya habíamos explorado las Alpujarras Granadinas en este blog un par de veces, pero Pedro y Enrique aún tenían pendiente de recorrer las Alpujarras almerienses. Yo, en parte ya las había transitado, pero sabía que aún quedaban secretos por descubrir en esas tierras.
El punto culminante de nuestro viaje sería ascender a la mítica Tetica de Bacares, una cima que ellos no conocían pero que yo ya había conquistado en alguna que otra ocasión.
La ruta prometía ser larga y los días empezaban a acortarse; a las 20:00 ya oscurecía. Tendríamos que madrugar si queríamos completar el trayecto antes de que la noche nos alcanzara.
A las 7:00 nos reunimos en Cuesta Blanca, en el entrañable Bar Ana. Un pueblo pequeño y acogedor, y el Bar Ana, ese típico lugar que te ofrece un desayuno contundente o una selección de embutidos artesanales. Esas tiendas-bar de pueblo que son auténticos tesoros y de las que ya van quedando pocas. Un sitio más que recomendable para comenzar la jornada.
Con el aroma del café aún en el aire y la oscuridad de la madrugada como telón de fondo, emprendimos nuestro viaje por la costa.
El primer tramo nos llevaría a Mazarrón. Al abandonar el bar, una ligera niebla comenzó a envolvernos. Al ascender el pequeño puerto de “La Cuesta”, con apenas 352 metros, los primeros destellos del amanecer pintaron el cielo. El paisaje nos regaló un espectáculo sublime: un manto de nubes cubría el campo de Cartagena, teñido por los tonos rosáceos y dorados del sol naciente. Sin mediar palabra, supimos que debíamos detenernos y absorber aquel momento.
Tras capturar la magia del amanecer en nuestras mentes, continuamos hacia Mazarrón y, desde allí, nos dirigimos a Ramonete para ascender a Cabo Cope. Este promontorio ofrece vistas impresionantes del Mediterráneo y la costa de Águilas. En la cima, un mirador nos invitó a detenernos y contemplar la inmensidad del mar y el horizonte que se extendía ante nosotros.
Nuestro camino siguió hasta Águilas, que atravesamos por la circunvalación. Los kilómetros siguientes por la costa son un viejo conocido de este blog: el mar a nuestra izquierda, acantilados que caen al vacío y una carretera que parece perderse en el infinito hasta llegar a Garrucha. Allí, dejamos atrás el litoral para adentrarnos en el desierto de Tabernas.
Es importante señalar que esta zona, en verano, es un infierno abrasador. El tráfico denso de turistas y domingueros que acuden a las playas convierte el trayecto en una odisea. Pero en octubre, la tranquilidad reina y el camino se vuelve una delicia.
Abandonamos la autovía en favor de las carreteras secundarias que nos conducirían a Sorbas. El estómago empezaba a reclamar su parte y encontramos abierto el Rincón Bar El Bomba. Decidimos hacer una pausa y reponer energías.
El camarero nos entregó un papel con las “tapas” disponibles y un bolígrafo para que anotáramos nuestra orden. Aunque el gesto nos pareció curioso, la sorpresa llegó cuando trajeron las tapas: platos enormes rebosantes de comida. Lo que en cualquier otro lugar sería una pequeña porción, aquí era un festín.
Una tapita de chorizo y morcilla se convirtió en una montaña de sabores que acompañamos con una cerveza fría.
Con el apetito saciado y un café para despertar los sentidos, reanudamos nuestro viaje hacia Tabernas. El paisaje se transformó en un escenario desértico, casi lunar. Tabernas ha sido el telón de fondo de innumerables películas del spaghetti western, y es fácil entender por qué. En nuestro viaje anterior, incluso localizamos el set de rodaje de una película más reciente como “Éxodus“.
Nos desviamos hacia Gádor, y desde allí comenzamos a recorrer una zona fantástica para los moteros: carreteras serpenteantes, asfalto impecable y paisajes que quitan el aliento. Estábamos en el extremo oriental del Parque Nacional de Sierra Nevada, una región menos elevada pero más desértica y erosionada que su contraparte occidental en la Alpujarra granadina.
Nuestro objetivo era transitar el tramo entre Canjáyar y Ohanes. Antes de llegar, cruzamos un majestuoso puente conocido como el Puente de los Cinco Ojos, por sus cinco arcos. A las puertas de la Alpujarra almeriense, este lugar es famoso entre los aficionados al puenting y añade un toque de adrenalina al paisaje.
Los pueblos en estas montañas se aferran a las laderas como nidos de águilas. Casas blancas, calles empinadas y estrechas diseñadas para mitigar el sofocante calor del verano. La carretera ascendía en un sinfín de curvas cerradas que parecían retar nuestra destreza. Al llegar a Ohanes, el mareo casi nos vencía, pero la majestuosidad del entorno nos recompensaba con creces.
Decidimos explorar un merendero junto al río Ohanes que habíamos visto en Google Maps. Atravesamos el pueblo y nos desviamos por una estrecha carretera que nos llevó hasta un rincón apacible. El río, seco en esta época del año, dejaba al descubierto un paisaje de piedras y silencio.
Sin embargo, una pequeña poza con agua que caía de la montaña ofrecía un oasis donde unos niños disfrutaban de un baño refrescante. Era un lugar que invitaba al descanso y a la contemplación.
Apenas cuatro curvas más adelante, en dirección norte, nos topamos con el mirador de Canjáyar. Desde allí, las vistas eran simplemente épicas: el valle se extendía ante nosotros con el desierto de Tabernas en el horizonte, bajo un cielo que parecía no tener fin.
Aunque se acercaba la hora de comer, el festín que nos habíamos dado en Sorbas aún pesaba en nuestros estómagos. Además, no os lo había mencionado, pero no pudimos terminar toda la comida y llevábamos las sobras en unos táperes en las motos, esperando el momento oportuno para darles buen uso.
Continuamos hacia Abla, donde dejaríamos esta sierra para, tras unos kilómetros de autovía, adentrarnos en otra cordillera aún más fascinante que nos llevaría hasta Bacares. Desde allí, planeábamos ascender a la legendaria Tetica de Bacares, desde cuya cima se obtienen panorámicas que quitan el aliento. En esta zona también se encuentra el Observatorio de Calar Alto, otro lugar de interés que el motero no se debe perder.
Comenzamos a subir la sierra, disfrutando del asfalto impecable y las curvas diseñadas para el deleite de cualquier motociclista. Pero llegando al desvío de Calar Alto, un cartel nos confundió. Tuvimos que frenar bruscamente en el cruce para revisar el mapa. Fue en ese instante cuando el destino nos jugó una mala pasada.
Enrique, al detenerse en una pendiente ligera, apoyó mal el pie. La moto perdió el equilibrio y, en su intento por sostenerla, sufrió un desgarro muscular en el muslo. La máquina cayó al suelo y él quedó imposibilitado para continuar. Por suerte, no llegó a caer al pavimento, pero el dolor y la frustración eran evidentes.
El contratiempo nos obligó a replantear nuestros planes. Tras comunicarnos con el seguro y esperar la grúa que recogería la moto, nos dirigimos a Tíjola, donde Enrique pudo recibir atención médica. Mientras él era atendido, Pedro y yo lidiamos con el seguro, que no facilitó las cosas. Finalmente, después de horas de espera, un taxista en su vehículo personal, ya que por lo visto el seguro fue incapaz de localizar un taxista operativo a esas horas, llegó para llevar a Enrique de regreso a casa.
El tiempo de espera no fue en vano. Nos instalamos en la plaza del ayuntamiento, junto al consultorio, y compartimos cervezas y las viandas que habíamos guardado desde la mañana. Entre conversaciones y bocados, intentamos levantar el ánimo de Enrique, asegurándole que habría más aventuras por delante.
Con nuestro amigo en camino a casa y la noche asomando, Pedro y yo debatimos nuestra ruta de regreso. No nos apetecía tomar la autovía, saturada y monótona. Decidimos volver por la costa, el mismo camino que habíamos disfrutado al amanecer. La noche nos envolvía con su manto de estrellas y una temperatura agradable de 20 grados hacía el viaje placentero.
Al llegar de nuevo al mirador de Cabo Cope, nos detuvimos. La ausencia de contaminación lumínica revelaba un firmamento impresionante. Pedro no perdió la oportunidad de capturar aquella bóveda de estrellas con su magnífico móvil. Momentos como ese son los que hacen que cualquier viaje valga la pena.
Finalmente, con el cansancio acumulado pero el espíritu enriquecido, llegamos a casa pasadas las once de la noche. A pesar del imprevisto, el viaje había sido una experiencia memorable.
Habrá que volver, pues la Tetica de Bacares nos espera impasible cuando Enrique esté listo para la próxima aventura. Porque así son los caminos: impredecibles, desafiantes, pero siempre llenos de historias que contar.